debrayARTE

un pedazo de lo que me gusta,
otro no menos grande de lo que no
una pizca de amor
sabor
y otro mucho de mi



-vale la pena recibir palabras si llegan del corazón-

sábado, 30 de mayo de 2009

Aquí: sin madre


Hoy el vértigo parece no tener madre. Atardece en la ciudad donde el miedo no sucumbe, las piernas tiemblan, ya no ríen los hombres y los que lloran ni se quejan. Las palabras pierden su sentido al encontrarse frente a frente con un revólver de tantos por cuantos.
Las banquetas, desgastadas por la diaria peregrinación y pisoteo humano, escenifican los mejores momentos, líos vespertinos y los peores crímenes cometidos en LA CIUDAD. La morgue que ningún hombre desearía, pero construye inconscientemente con sus acciones turbias.
Por un día no soy yo; aunque no se nota porque aquí “nadie-es-nadie”. Después de tener esa sensación “culinariogrotesca” de cinco huevos revueltos con extra-azufre y una pizca de amoniaco, es razonable que no me trague ni el hambre, mis impulsos comedores. ¿Hoy qué es razonable?
En sus rulos se ha quedado impregnado el olor a putrefacción huevesca. Le dan al ambiente ese toque funesto y degradante. Gracias por tal gourmet, no podía existir peor alimento que acaba de convertirse en la mayor ofensa para la reina de las comedoras impulsivas y golosas.


Afuera, LA CIUDAD. ¿Por qué me encuentro en lo anormal persiguiendo a esta ciudad que manifiesta plazas vacías y callejones ocultos? ¿Por qué la gente no sale a caminar? El placer de estirar las piernas y recorrer la ladera con mis tennis rotos para pensar en placeres terrenales como ese. Cosas de la vida, sin pensar que aquello ya no es una forma de vivir. Maldita la hora en que abandoné mis horas para vagar. Maldito el momento en que ignoré a mi madre, agradecida por el “potaje ese” que el “chico de rulos” nos preparó en su afán de hacernos guacarear.
Aquí. ¡No entiendo que chingados hago yo aquí! Con un morral vacío, cinco pesos en la mano y aquél vértigo que ni abuela ha de tener. Ni siquiera el cálido color de las paredes me provoca satisfacción; pierde su belleza si al bajar la mirada se perpetuán las miradas fúnebres. ¿Miedo? ¿Maldad?, no se puede saber. No se quiere ni ser.

Valen madres las intenciones, lo único que espero es correr, llegar a casa y saborear un chocolate ardiendo, como sólo a mí se me ocurre preparar; siempre y cuando el pinche huevo haya desaparecido. So, ¿qué esperas?, las miradas grotescas no te van a pedir la hora, mucho menos dar las gracias. Sólo estudian tus movimientos, buscan el momento oportuno para arrebatarte el aliento y dejar correr el miedo de tus ojos; para después desgarrarte el alma y teñirte de rojo la piel.
Ya no corro sin oír que apresura el paso detrás de mí, me conscierne un sorbete a dónde llegaré, con tal de llegar. ¿De qué me sirve correr, gritar, huir sin respirar? Las miradas se transforman en entes ajenos a mi conocimiento. Irónico es que quién se burla del peligro se encuentra en el último miedo de su vida. Las apuestas suben cien a uno de salir, por lo menos, desquiciada. Ya no es el vértigo, ni siquiera el terror es culpable. Aquí la vida parece no tener madre.

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